En mi habitación,
justo a los pies de mi cama
hay una silla de madera vacía
con varios nombres tallados
como esquelas.
En mi habitación
hay colillas de futuros
que nunca llegaron a suceder,
cartas que escribí pidiendo perdón,
cartas que el correo me devolvió
minutos antes incluso de sellar el sobre.
A los pies de mi cama
hay un monstruo
que se alimenta de mis pesadillas,
un mantra yoruba
recurrente
y una silla,
una silla vacía,
aparentemente.
Trato de no clavarme las astillas
pero cada vez son más inútiles
mis intentos
de camuflarla
escondiéndola
bajo
montones
de
ropa
sucia.
Así que vuelvo a salir
de casa con tiritas
recubriendo mis manos.
Vuelvo a acariciar el pomo
como si la puerta en mi ausencia
me fuera a abandonar,
Vuelvo a revisar
que no falte una sola
de las fotografías
de mi cartera.
A los pies de mi cama
hay una guitarra
que no se deja afinar,
una pared llena de cuadros
que esconde
una pared llena de grietas,
una paso adelante
que encierra
en lo profundo
un bache por escayolar.
Esa silla es un espejo,
Un espejo que os refleja
a todos
menos a mí,
que colecciona
opiniones
de gente que en su día
nunca se atrevió a tener,
que repite telodijes,
que apuñala con palabras
dignas de ser talladas en piedra,
que no entienden
que cuando el espectador
es ciego,
es prácticamente imposible
ver el hilo invisible
del que disimuladamente
tira el ilusionista.
Esa silla es una lapida
que se merece colgar de mi pecho
como una medalla,
un galón otorgado a años de estupidez,
un adiós que debí haber dicho hace mucho tiempo,
un rencor que no he tenido el valor,
a día de hoy,
de cicatrizar.